Gorrioncillo, qué melancolía...
Here I am, prayin´ for this moment to last...
Lo prometido: la crónica de la inauguración del Club, anoche mismo.
Pasamos la tarde poniendo la mesa y con gran histeria de mis hijos, que por lo menos dejaron de tocar la flauta mientras colgabamos las banderas del Cádiz y servíamos platos y más platos. Los invitados fueron apareciendo por parejas. Las dos parejas, claro. Y el que tenía que haber llegado primero (uno de los más importantes, porque traía el jamón), se retrasaba. Llamada al móvil: que voy para allá. Casi hora y media más tarde de la hora que dijo que iba a colarse, originariamente las nueve y media.
Llegó Vicente a las once o casi, con una cara que le llegaba al suelo, nervioso, histérico, sofocado (y, en su descargo, muy delgado: cosas de la acupuntura o del trabajo). El motivo, claro, no era para menos: un coche estacionado justo delante de su garaje y un policía local patoso al teléfono que nada, que ni mandaba la grúa ni enviaba un motorista ni ordenaba a un patrullero que por lo menos le pusiera una multa al cabrito que no dejaba salir a mi amigo de su casa. Sitiado y con prisa. Hora y pico y al final lo tuvieron que traer en moto. Y se pasó toda la velada al móvil, comprobando si por fin había via expedita o no. Por fin la hubo, pero ya daba lo mismo. Imagino que con el correspondiente multazo al canto. Habría que comentar alguna vez lo difícil que es a veces que la misma poli respete tus derechos de ciudadano cuando les estás dando, precisamente, aquello para lo que sirven: un trabajo.
Por lo demás, el jamón y el queso y el tiramisú que trajo Vicente estaban exquisitos. Lástima que los pusiera en la mesa (y eran cinco platos) demasiado lejos de mi mano derecha, aunque yo estaba más que entretenido desnudando langostinos.
Fue una velada divertida, aunque a los seguidores del fútbol (o sea, Paco y Vicente) se les atragantara un tanto la derrota del Cádiz. A los demás, perdonen los cadistas, nos dio otro tanto lo mismo. La cerveza de malta de whisky, para mi gusto, demasiado fuerte. Tan demasiado fuerte que me dio una coz: desventajas de llevar un par de meses sin probarla más que a ratos. Tuve que pasarme a la cerveza de siempre, aunque sin excederme: no es plan de perder la línea en una noche.
El momento culminante fue, claro, la apertura de la botella de whisky de marras. Hubo himno (¡nacional!) y firma de documento y todo por parte de Paco y los demás, aunque hay un error u omisión de formas que le va a costar caro: admitir que es la primera botella de la colección que se descorcha es, sin darse cuenta, admisión de que algún día no muy lejano caerá otra. Ya nos encargaremos de ello, por Lúpulo.
La botella (a la que hicimos las convenientes fotos) es un Glendronach de doce años de hace once años, madurada en barrica de roble. Y sabía a eso exactamente, a madera y humo. Un color rojizo, intenso, densísimo al paladar. Y no, no soy somelier ni nada de eso. Riquísima. Curiosamente, no cayó entera. Todavía le quedan dos dedos, para otro sábado. Por si alguien pensaba que lo de anoche iba a ser una orgía de alcohol, ya ven que no. Nos gusta mucho la charla de sobremesa, y si se traban las lenguas entonces ya no se entiende lo que nadie dice. Hablamos de literatura y política, como siempre. Y de uno de mis temas favoritos de conversación: yo mismo.
Estuvimos hasta eso de las dos y pico o las tres (tampoco, como pueden comprobar, somos unos trasnochadores). Vicente se fue primero, que tenía una despedida de soltero allá en la quinta puñeta (por eso no bebió alcohol, que con la noche que llevaba lo que le faltaba ya era una multa), y supongo que ahora estará durmiendo el sueño de los justos y con las retinas quemadas por las chicas del striptease al uso, si lo hubo.
Antonio se llevó dos o tres sacos de revistas de cómics que yo he decidido tirar por la borda para hacer hueco a deuvedés variados, y Mariló las fotos de sus perros, que son encantadores y, en efecto, hasta hay uno que se parece a Chewbacca.
El primer sábado del Club. Ya sabe, si alguno quiere, dónde está invitado.
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