Querido Juanjo (y es una chorrada llamarte Juanjo, y hasta llamarte Juan José, porque tú siempre has sido y serás para muchísima gente no un apellido, sino un icono sin enconos, "el Telle"), ahora que andas perdido y a salto de mata entre televisiones y radios, freelance de la libertad como quisiste siempre ser, quiero darte en nombre de todos a los que nos prestas la voz y la palabra la enhorabuena por ese premio que acaban de concederte, otro premio más a la lista de premios que llevas ya a tus espaldas, jodío, quién nos iba a decir a nosotros hace veintiocho añitos ya que acabaríamos siendo eso, señores respetables en foto de familia sin guitarra pero con pajarita. O sí, tal vez, quién sabe: te lo he dicho muchas veces (o no te lo he dicho ninguna, pero tú lo sabes sin que te lo diga nadie), en esta causa perdida que hemos ido dejando de la mano de Dios durante todos estos años, siempre es bueno saber que existe alguien que, como tú, es fiel a esa causa por ganar, a un humanismo contemporáneo donde no viene mal la socarronería y el sentido del amor.
Siempre has sido demasiado diamante en bruto, demasiado torbellino, demasiado gigante para lo que se cuece aquí abajo. Desde los dieciocho años, cuando no usabas esas pajaritas (aunque ya tenías ese mismo aspecto de niño repipi cuyo destino parecía ser el seminario o los mítines de Afananza Pandillar, sector católico-mudéjar) ya se veía en ti esa capacidad de aglutinarte de humanidad alrededor. Te recuerdo en verano con aquellos vaqueros y aquella camisa negra que un día cambiaste, creo, por un botón de luto. Y te recuerdo avasallando siempre mis tebeos o mis libros, un ciclón de pasiones que a lo mejor ni siquiera casaban entre sí: la poesía, el periodismo, la política, los cómics, el cine. Un intelectual eras ya, entonces, aunque no te importaba partirte la cara con Paco el loco (¿qué fue de Paco el loco?), ni dejar que te cuartearan las espaldas los grises en una de aquellas manifestaciones en las que, por lo demás, nosotros íbamos de paso.
Fuiste el oh, capitán mi capitán de los aspirantes a escritor de entonces (yo, claro, habría sido el teniente Blueberry), y aunque luego te convirtieran a la fuerza en exiliado continuo y multiplicaras tus afectos a tantísima gente como te aprecia, siempre nos quedará el París de aquellas tardes de azotea y choco frito, de bancos con pulgas y visitas por sorpresa a Dori Barrios. Aunque ha pasado mucho tiempo y no nos vemos tanto como debiéramos, sigues siendo mi doctor Jeckyll (o mi mister Hyde, no lo tengo muy claro) y siempre pone las pilas darte cuenta de que la amistad no necesita ni presencia ni tiempo para existir, porque es capaz de apañárselas eliminando el tiempo mismo y cubriendo los huecos.
Hay una historia de niños poetas que tendríamos que escribir tú y yo, algún día. Tú mi historia y yo la tuya, o viceversa. Sabes que ya está dado el primer paso, el prólogo inédito de cuanto fuimos y cuanto quisimos ir siendo.
Lo dicho, pues, que es un honor que entre tu pueblo y mi pueblo no haya ni puntos ni rayas, que no necesitemos la barra de ningún café sin nombre para sentirnos siempre como en casa el uno del otro, y que si es cierto que siempre se tienen veinte años en algún lugar del corazón es bueno saber que esos veinte años tú los vas acumulando sin alterar la magia que un día nos dio tanto brillo.
No sabíamos que la literatura, y hasta la vida, es una carrera de fondo. Lo que ni la literatura ni la vida sabían es que hay gente capaz de llegar a la meta tan fresco como antes de escuchar la voz de salida.
Comentarios (9)
Categorías: Aqui unos amigos