[Aviso: este artículo contiene spoilers; o sea, en el argot de nuestro tiempo, nuestras redes interneteras y nuestras aficiones a la lectura y las imágenes: revelaciones de datos que pueden aguarle la fiesta a más de uno. Se ruega a las mentes susceptibles no seguir leyendo so pena de caerse del guindo por sorpresa. Pueden pasar al artículo de al lado. Gracias].
Con algo más de retraso de lo que cabía esperar, porque para otras cosas es lista y telépata como ella sola, la niña de mis ojos (o sea, mi hija Laura) nos confesó el otro día en casa, esquivando la mirada y sin levantar la cabeza de las cuartillas que estaba coloreando, que ya está en el ajo del terrible secreto de la Navidad. No sólo eso: ¡lo sabe por lo menos desde octubre, la tía, y mientras tanto allí, disimulando, escribiendo cartas larguísimas a monarcas de oriente y haciéndose la tonta cada vez que pasamos por alguna sección de oferta de gameboys, playstations y demás juguetes! Cubriéndose las espaldas, imagino, por si acaso, y en el fondo negándose a creer lo que le dicta la lógica de su edad: o sea, que es más comprensible un mundo de ensueño mágico que la cruda y absurda realidad de volvernos todos majaretas durante unos días y cambiar nuestra falta de atención el resto del año por sobornos envueltos en papel de colores y ritos pantagruélicos que desembocan, luego de las fechas y las facturas de la Visa, en propósitos de enmienda que van al bidón de reciclaje en cuanto suenan los acordes de un pito de caña.
Comprendía el viejo Dickens que el sino del fantasma de las navidades pasadas era convertirse en el fantasma de las navidades presentes y luego, inevitablemente, en el de las navidades futuras. A pesar del cachondeo evidente de su hermano mayor, a pesar de la miradita de complicidad que cruzamos mi mujer y yo mientras mi niña terminaba de colorear un mapa (de Gales, nada menos), en el fondo el descubrimiento y la revelación marcaron el otro día en mi casa una línea fronteriza: la Navidad, en mi casa, como les pasará o les ha pasado también a ustedes, ya nunca será como antes.
No será igual para los niños que descubren de pronto que el mundo es mucho más prosaico y retorcido de lo que ellos creían. La ilusión se desvanece, se comprende de buenas a primeras que detrás de las luces brillantes y el despliegue de medios (los privilegiados que pueden vivir unas navidades con despliegue de medios, claro), no hay más que impostura y un miedo terrible a la soledad de nuestra sociedad. La noche de Reyes deja de ser el momento culminante de la vida de cualquier chiquillo para irse convirtiendo, también desde su punto de vista, en el instante quid pro quo en que nos ponen a pruebas a los padres, a nuestro cariño traducido en la cuenta corriente.
No es igual para los padres, porque también de buenas a primeras se nos desmonta todo el entramado de mentirijllas, operaciones estratégicas de espaldas a los críos, siembra de ilusiones verdaderas a partir de la recuperación de esa ilusión que perdimos cuando descubrimos también, hace tanto tiempo, el secreto que el otro día nos confesaba Laura. Por mucho que uno aguante intentando que los Reyes vengan el día de Reyes, por mucho que siempre intente colar un regalo sorpresa y mantener a raya al Papá Noel que dicta la lógica de los colegios y el tiempo de ocio en vacaciones, la Navidad será a partir de ahora eso que nos temimos que iba a convertirse: un tiempo de trámite antes de las rebajas de enero, donde nuestros hijos nos piden cosas concretas y nosotros intentamos dárselas por miedo a defraudarlos a ellos y a nosotros mismos.
Decían por boca del gran Quino los padres de Mafalda que, cuando ponían los regalos el día de Reyes, se sentían un poco terroristas de la felicidad. El terror, por desgracia, es la ilusión que se nos muere para el resto de los años.
(Publicado en La Voz de Cádiz el 4-12-06)
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