¿Han visto ustedes alguna vez un campamento de refugiados? ¿No? Pásense esta noche por la playa de la Victoria, por la Caleta y hasta por Cortadura de Cádiz. Hoy, coincidiendo con el Trofeo, es la noche de las barbacoas. O lo que es lo mismo: cientos de miles de personas saldrán a la playa, o vendrán desde los pueblos de la localidad, para tener el dudoso privilegio de disfrutar de una barbacoa king-size al lado del mar.

Los muchos kilómetros de playa en línea recta están desde hace horas cubiertos de sombrillas, toldos, mesas, cuerdas, mantas, sillas, edredones, carritos robados a supermercados por cincuenta céntimos, bloques de hielo, planchas, fogones... Si encuentran ustedes una sombrilla rodeada de sábanas por todas partes no se extrañen: es el pipiroom improvisado. Hay muchos.

A partir de dentro de un rato, el olor a fritanga, alcohol, humo y carne de todo tipo eclipsará el brillo de la luna y lo inundará todo de una nube pestilente. El jaleo será inconmensurable. Ni quiero anunciarles los patos, vomitonas, caídas al suelo, borracheras, jumeras y tablones que esperan a casi todo quisqui esta noche. Por no hablar de los que acabarán tomando cafelito con churros ya por la mañana, antes de que vengan a espantarlos y a decirles que pa casa.

Después, dejarán la playa regada de bolsas negras de basura (eso, los cívicos), y es de esperar que no pase como casi todos los años y haya quien aproveche para deshacerse del sofá viejo, de la mesa camilla y (verídico) de una silla de ruedas. Yo de ustedes mañana ni pisaba la playa, porque por mucho que digan, no estará en condiciones óptimas de uso hasta muy entrada la tarde.

¿Y cuál es el sentido de todo esto? Populismo. Se regeneró la playa hace unos años y de entrada se prohibió que se hicieran barbacoas en ella: el fuego y la basura contaminaban la arena. Luego cambió el equipo de gobierno, plantó unos focos monísimos que todavía no acaban de convencer a los enamorados más jóvenes y a los que gustan de contemplar las estrellas y se decidió, de buenas a primeras, que no se levantaba la prohibición de barbacoar de madrugada... o mejor sí, un solo día. Todos a una.

Y en eso estamos. Nada hay más fácil de instaurar que una tradición. Al principio hasta tenía su gracia: era una manera de reverdecer un Trofeo Carranza que desde hace muchos lustros va de capa caída, y además era más o menos la despedida oficial del verano en Cádiz.

El problema es que, por imperativos comerciales (o sea, la Liga de fútbol), el Trofeo es cada año más pronto y la noche de las barbacoas salta atrás en el calendario. Ya no se despide nada: simplemente se celebra por celebrar algo que no se sabe muy bien qué es. La gente pudibunda se queja del botellón de los jóvenes, pero se me antoja que las barbacoas no son más que un enorme botellón magnificado, para todas las familias y (supongo) para casi todos los estratos sociales.

Es una tradición imparable. Una tradición que me parece irresponsable y peligrosa, porque el viento siempre molesta esta noche (hoy sopla poniente después de casi tres semanas de levante) y como buen agorero no quiero ni imaginar lo que podría suceder si algún día prendiera una sola de las sombrillas y se transmitiera el fuego de una a otra (están tan pegadas que parecen setas, de verdad). Por suerte, este año los mercadillos que taponaban cualquier posible salida en masa de la playa están al otro lado de la acera: eso hemos ganado.

Conque aquí me tienen. Esperando que pase el ruido y el humerío, resignado a ver de nuevo eso que se me figura, lo siento, un campamento de refugiados, una ciudad flotante en medio de un desierto de arena y agua salada y negra.

Sigo añorando las barbacoas de verdad, esas donde nos juntábamos nada más que una docena de amigos, tres o cuatro señoritas turistas desconocidas, sangría, caballas y una guitarra. Y la soledad del mar y la oscuridad de las estrellas y la inmensa poesía de la playa.

No volverán esas barbacoas, me temo. Pero existieron. Y eran, de verdad, hermosas.

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