Hay películas que funcionan como una bomba de relojería: en su estructura perfecta toda casualidad se convierte en causalidad, en elemento narrativo de primer orden, en ética de la estética o viceversa. Hay películas que funcionan como una bomba de relojería porque en las dos horas escasas de su metraje son capaces de narrar mostrando, de denunciar sugiriendo, de aprovechar al máximo los recursos narrativos (y, por qué no decirlo) las limitaciones de un medio puramente visual para contar una historia que no podría contarse de otra forma que como se cuenta esa historia.
En ese aspecto, es modélico el guión de Con faldas y a lo loco, o cómo dejar en pañales al gran Quevedo con la sucesión de chistes, juegos de palabras, retruécanos y giros a la trama más disparatada (y, sin embargo, más certera) que he visto jamás. No les extrañe que hable en algún post del futuro de esta gran, grandísima película, quizá mi favorita de todos los tiempos.
También me parece (voy con las primeras de las herejías de la mañana) modélico el guión de La jungla de cristal, y no creo que sea por haber visto tantísimas veces la película. Hay historias redondas y esta es una de ellas, donde cualquier pieza de información, cualquier detalle, cualquier quiebro del guión encaja con todo lo demás y potencia el conjunto con la misma meticulosidad que el plan de los terroristas-pero-menos que asaltan el edificio Nakatomi en Nochebuena: el comentario al azar en el avión que induce a Bruce Willis a quitarse los zapatos, la música de Wagner que -por extensión- nos pone a los europeos a bajar de un burro, el tabaco negro que delata al líder asesino, el juego contrapuesto entre los federales y el policía negro que se redime al final, el rolex liberador de la mujer de Willis que es, paradójica y machistamente, la pieza final que el poli necesita para volver a recuperar a su esposa...
La otra peli de estructura redonda (y esta es la segunda herejía, me temo), la he visto en clase estos días: Frequency. Me gusta esta película. Me gustan las paradojas temporales. Me gustan los viajes en el tiempo. Me gusta Dennis Quaid, que ha sabido ir alejándose de sus dos modelos (Harrison Ford y Jack Nicholson) para ir adquiriendo ese físico duro y encallecido, puro rough neck, que le permite componer caracteres de peso.
Me gusta de Frequency la enorme maestría de su capacidad de síntesis: apenas han pasado diez segundos de película y ya nos informa una radio en un camión que hay tres enfermeras, tres, asesinadas por un serial killer a quien la prensa ha apodado "Nightingale" (y aquí hay que explicarles a los chavales quién fue Florence ídem). Quaid y su esposa se abrazan y la cámara se centra en el colgante con la cruz que la identifica, ya en esa escena, como enfermera. Quaid fuma en solitario y la cámara se centra en ese detalle insignificante. Jim Caveziel, que interpreta a su hijo, Little Chief (¿qué más cosas ha hecho este hombre?), se define en dos pinceladas como policía al borde de la crisis absoluta, quizá incluso drogodependiente. Y la cámara barre casualmente de una foto a otra foto, y vemos a Belker de Hill Street Blues interrogando a un detenido y entonces el policía decide llamar a su madre (con el detalle añadido de que ese episodio concreto fue además dirigido por el director de esta cinta, Greg Hoblit, que además fue productor ejecutivo de aquella gran serie). Y mientras tanto, siempre en segundo término, los informativos de 1969 y de 1999 comentan sobre las erupciones solares y la aurora boreal, y la música nos marca en todo momento cuándo estamos en cada caso: el cristal se rompe ayer y sigue roto hoy, cada vez que se produce una alteración de la corriente temporal vemos algo que cae a cámara lenta y con estrépito al suelo en ambos tiempos (el casco de bombero y el vaso de whisky, la radio y el colgante -que hace un bello homenaje a El silencio de los corderos-, la pelota de baseball y la radio). Y siempre las fotos que aparecen y desaparecen nos muestran esos cambios: tres personas, dos personas, un perro.
El vecindario de 1969 se define en una escena anodina: un partido de baseball (otro más), donde vemos a policías y bomberos (¡en una peli anterior al 11-S!), y la semilla de la duda metafísica que empujará a John "Little Chief" Sullivan a no seguir los pasos de su padre Frank un día futuro y hacerse poli: cuando Satch, su futuro compañero y mentor, le regala las entradas para un partido.
Las piruetas temporales de líneas que se alteran poco a poco porque avanzan en paralelo tienen momentos de gran inteligencia: el truco de la cartera oculta, las noticias del futuro del campeonato como prueba continua de que en efecto hay una conexión pasado-presente, la identificación del asesino desde el primer momento en que Little Chief entra en la casa y vemos la foto de un hombre de uniforme y una madre enfermera. Y la imposibilidad de detener a ese asesino en 1999 porque, entonces, será imposible salvar a su madre, Julia, en 1969.
Contar describiendo, esa es la magia del cine. Hacer piruetas narrativas permitiendo el fluir de la historia, potenciándola. Con la perfección matemática de una composición musical, lo he dicho en otra parte. Con el ritmo, la medida y la rima de un soneto: me repito.
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