Me escribe Jose, querido ex-alumno y ocasional partícipe de esta bitácora, para comentarme que el miércoles, en Sevilla, cometerá la maravillosa locura de tragarse un maratón jacksoniano: las tres pelis de El Señor de los Anillos seguidas una detrás de otra. Las dos primeras, además, en la versión extendida. Me da un poco de envidia, aunque no sé si sería capaz de soportar casi doce horas sentado viendo pasar orcos. Y él me recuerda que yo también hice una locura así, long ago, cuando se estrenó El Retorno del Jedi y, con mis amigos, acudí en peregrinación al teatro Lope de Vega de Sevilla para ver las tres películas de la trilogía seguidas. Como Esperando a Skywalker escribí después el relato de aquella aventura. Aquí la tienen. Jose, que lo disfrutes.
La semana entera se nos había ido acumulando facturas a la cuenta del teléfono. A cada rato, Vicente al otro lado, voz de mosqueo, para anunciar con sus malos modos de soltero huraño que los sevillanos no tenían ni puñetera idea, que en el Lope de Vega no dejaban soltar prenda y unas veces descolgaban el teléfono y otras le advertían que allí no era, que lo mismo a las tres de la tarde le decían que sólo sería posible entrar exclusivamente por invitación y las seis menos cuarto le soltaban que se pondrían a la venta el viernes por la tarde e hiciera el favor de no dar la lata más, o le preguntaban que de parte de quién llamaba y que no podía apartarlas, no, eso imposible, pero sí era cierto que Richard Marquand venía a presentarla y que iban a pasar la trilogía entera. ¿En versión original, lo había preguntado? Eso tampoco se sabía, para no desentonar, pero fijo que una detrás de la otra, como siempre habiamos querido verlas, tú dices qué hacemos; o qué haréis vosotros, porque yo voy seguro. Decide pronto para sacar los billetes, venga. Los días caían y la duda aumentaba.
El viernes amaneció tarde y encima estaba lloviendo. Nada del otro mundo, esa es la verdad, pero lo suficiente para que ayudara lo suyo a quitarme aún más las ganas: Soy de naturaleza poco aventurera. Juan, para colmo, no venía. Sin venir a cuento nos salió la tarde antes con que iba a escoltar a sus alumnos a un examen de oposiciones nada menos que a Málaga, coche de alquiler pagado de su coleto incluido, me parece que era un citroen rojo o un samba rosa, supongo que porque la idea de tirarse a Marinieves, Carmeluchi, Paqui la esponjá o Ivanir la brasileña le atraía más que meterse en un cine a tragarse tres películas seguidas, aunque todos sabíamos que, para no perder la costumbre, por supuesto que no iba a comerse ni una rosca, ni que esto fuera América. Allá él con su conciencia, le amenazamos todos. La condición que nos puso fue que no le contáramos una palabra. Ni que decir tiene que ninguno estaba dispuesto a mantenerlo demasiado tiempo en la ignorancia.
La ventaja que tiene ser poco decidido es que uno está colgando en suspense hasta el último momento, alegrías que se pierden los que tienen la cabeza cuadriculada. No me interpreten mal: No es que yo no quisiera asistir al acontecimiento, Yoda me valga. Lo que pasa es que a uno le vendieron aquello de que para el amor no hay barreras y corrió a buscarse una media naranja a treinta y pico kilómetros de distancia a la que sólo veía (y ve; todavía me resisto) los fines de semana. Pero en fin, un día era un día, ella lo comprendió y el asunto en cuestión era de la máxima importancia. Además, después de despotricar la deserción de Juanito a los cuatro vientos la tarde anterior, no era cosa de crear todavía más mala imagen rajándose también a última hora. La suerte estaba echada. Ya que el rubio no venía, era cuestión de pedir en cambio a la Fuerza que nos acompañase.
Paco se plantó en mi casa vestido de Edén Pastora, botas, mochila, gorra, cinto. Yo le llamé parafascista y nos estuvimos riendo a costa de aquello durante un buen rato. Por entonces, Paco y yo no nos llevábamos del todo bien. Fueron cosas como esta y, sobre todo, la aventura común de atravesar con un transistor compartido una ciudad llena de disfraces y coros cantando como si tal cosa cierto veintitrés de febrero que todos llevamos grabado en el alma (ese, ese mismo que están ustedes pensando) las que a la larga terminaron por romper el espejo. Más o menos.
--¿De Parsec no viene nadie?
--¿Quién va a venir? Prefiero ir solo y no con Pepemf.
--Vaya mierda de asociación de Ese Efe, tú.
--Vaya mierda, desde luego.
Como hábilmente se deduce por el diálogo (el primero que habla es Paco, el segundo yo; de nada), Parsec era una especie de club de chalados aficionados a la ciencia ficción que nos reuníamos semana sí semana no para discutir de Asimov al principio y de tías buenas poco más tarde, debates que acababan en comilona taperil en el bar más lejano (que estaba además más cerca de mi casa). Pepemf (está bien escrito, amigo lector, señor linotipista), era uno de ellos. No es mal chaval, dicho sea de paso y pese lo que pueda parecer por mi línea de arriba, lo que pasa es que tiene por particular idiosincracia el nimio detalle de que no se le entiende cuando habla. Lo conocimos en la facultad una mañana que dió una fluida conferencia sobre el tema y ahí empezó toda la historia de la asociación, estatutos, tapeos y demás batallas que contaré y no es amenaza en folio aparte. Como se ve, el masoquismo latente era una de las características comunes más acusadas.
Chispeaba camino de Hibiscos, flor tropical y sancta sanctorum de Vicente Sosa por más señas, caserón de lujo que nos hacía suspirar a todos incluso en aquellos tiempos en los que ni siquiera nos reuníamos para asistir impertérritos a las dimensiones pantagruélicas de los protagonistas masculinos de nuestro festival semanal de videos porno, vaya moral la nuestra. Como siempre, Vicente no estaba listo, ni tenía dinero, y para colmo sus padres no estaban en casa. Suerte que a mano andaba su hada madrina en forma de criada; Isabel, cuántos entuertos se han solucionado con tu nombre. Solventado el problema económico, carnet de identidad olvidado y cuchillas de afeitar en el fondo del macuto, recorrimos lo poco que hay entre Bahía Blanca y las Puertas de Tierra, y de allí al andén cinco no hubo más que dar dos pasos rápidos.
El tren era una armatoste azul, botijo catalán jubilado y vuelto a reconvertir antes del cambio de Despeñaperros para abajo. Viernes por la tarde: Marineros con pase de pernocta, reclutas medio borrachos celebrando el principio del fin de semana y progres greñudos que hablaban de Fassbinder y Rossinski y Chautebriand y Passolini entre miradas desdeñosas de nosotros tres, que no hacíamos más que mencionar las excelsas virtudes de Skywalker y el posible destino final de Han Solo, cómo no. Supongo y no me equivoco que el fastidio tuvo que ser biunívoco. Allá ellos. Creo que fue entonces cuando dejé caer por primera vez la frase histórica, que después he repetido tanto:
--A mí qué quieres que te diga, el cine europedo me huele mal.
Me equivoque o no, los progres de gafitas tipo John Lennon, a quien faltaba muy poco para pasar definitivamente de moda, si no lo había hecho ya, no me entendieron, o lo que viene a ser lo mismo, no me hicieron el menor caso. Continuamos el viaje, mecidos de arriba a abajo, de derecha a izquierda, entre hipótesis y aclaraciones, mirando cómo por fuera de las ventanillas el campo se iba vistiendo de negro, pasando El Puerto, Jerez, Utrera, quién sabe cuántos nombres, qué cantidad de pueblos.
Subían vendedores ambulantes, gritaban los marineros, se bajaban dando pitidos los soldados, entre gorras perdidas y guerreras mal abotonadas, olor a pies rancios y ojitos de sueño. A las progres, por supuesto, ni mirarlas. Me pasé todo el trayecto a partir de Dos Hermanas comiéndome con las gafas a una morenita la mar de mona que tampoco quitaba la vista de mi reflejo.
Yankis fuera de Morón, recuerdo que decía una pintada. Y eso me sorprendió, no sé por qué. Otan no, bases fuera sí que las había visto a puñados, pero siempre referidas a Rota, que nos pillaba más cerca. Como siempre, uno es lento en reconocer que un par de horas de distancia puedan suponer tantas diferencias a la hora de aliñarse la vida con protestas.
La estación de Sevilla me decepcionó. No sé por qué, yo me esperaba otra cosa. Mientras el tren paraba y el personal se subía a los asientos por recoger el equipaje, ví a mi hermano en el andén, quien con su típica cachaza supongo que hacía menos de diez minutos que nos esperaba. Al bajar de la máquina tuve que dar un salto (el suelo estaba demasiado bajo, o la plataforma apuntaba demasiado al cielo), y la cinta de la bolsa que estrenaba y que debía quedarse mi hermano (ya se sabe cómo son las madres a la hora de llenarlo a uno de encargos), la cinta de la bolsa, decía, se rompió y a punto estuvo de cubrir la plataforma de migas de pan y trozos de tortilla.
La salida de la estación de Sevilla, y tampoco sé por qué, me decepcionó también. Me pareció que el mundo se acababa detrás de la tercera casa, que faltaba perspectiva, que al otro lado de la plazoletita no había nada, que estábamos metidos en el interior de un decorado. Estaba oscuro y no llovía, por lo que el paraguas se convirtió en un ocupamanos innecesario.
Olía extraño. A gran ciudad. Esa cosa rara que te entra por la nariz y te hace cosquillas en los pelillos y después te deja como un eructo de humo en los pulmones. Contaminación (en mi clase de inglés de segundo de cou, el profe progre de turno me enseñó a no decir jamás polución; gracias a la revista Lib, meses más tarde, pude entender por qué lo decía). Smog, por seguir con el símil anglo. Mierda gaseosa. Apenas cien kilómetros más al norte y la necesidad de oler a mar se hacía imperiosa. Pero aunque no me gustó la ciudad, sí que es cierto que la luz era extraña, casi maravillosa.
Las avenidas de Sevilla, descubrí en seguida, son de verdad. Anchas, deslucidas, y los coches las cruzan como locos; igual que en Italia. Ante la gran cantidad de edificios oscuros y abandonados, como restos de un naufragio colonialista, Chiqui, mi hermano, o Manolo, el hermano de Vicente, que también nos esperaba, explicó o explicaron, quizá al unísono, que eran los restos de la exposición universal del año veintisiete, o veintiocho. Me acordé de Lorca, de todas formas, vaya usted a saber por qué. Y en seguida de Macondo. Tras aquellas casas típicas de arquitectura desconocida, no me hubiera extrañado nada encontrarme uno de los pececitos de oro del coronel Aureliano Buendía.
Lo que encontramos fue un cartel (lo tengo ahora encima del ordenador) que anunciaba la película. Recuerdo que no nos gustó (lo mismo que todavía no me gusta). Demasiados personajes, demasiadas figuras. Los personajes reconocibles, héroes de papel y celuloide con envoltorio humano prestado. Han, Luke, Leia. Y detrás Darth Vader, con su máscara impenetrable y su secreto ya roto desde hacía tanto tiempo. Y cazas-t y destructores imperiales, y la figura de croissant entrañable del Millenium Falcon, y esa nueva Estrella de la Muerte cuya presencia tanto nos hacía dudar. La emoción se confundió con el frío. Estábamos aquí e íbamos a verla, como siempre habíamos soñado. En el fondo de nuestra alma, sé que Vicente y yo imaginábamos estar en la preview del Teatro Chino de L.A., el veinticuatro de mayo, delante de un montón de chalados con más suerte que nosotros por vivir sencillamente más cerca de Marin County; aunque eso sí, lo he dicho siempre, al menos no compartían conmigo la dulce coincidencia del hogar del genio y mi apellido.
Soltamos las maletas en el chalé desvencijado que Manolo tenía por leonera, un sitio feo y con el desorden típico de la familia, donde también vivía y mejor que él un gato hermoso con piel grisácea que jugaba con todos y que, ay, según me cuentan cruzó un día la avenida y ya nunca consiguió cazar la mariposa.
Luego, vuelta por la ciudad, tapas a la orilla del Guadalquivir encendido, siempre la sensación de andar perdido, la luz de neón que tiene otro color, otra prestancia, un tinte de atmósfera que me ofuscaba y a la vez me entusiasmaba. Visita relámpago a casa de mi hermano, otro piso de estudiantes con el mismo desorden y la misma falta de cualidad maternal. Toni y Jose, el Moro, haciendo vida común antes de tiempo, jugaban a las cartas como dos ancianitos perdidos en un pueblo de Soria. Qué cosa más cutre, tú, me susurró Vicente al oído, y yo le di la razón y pasé de largo entre las mesas. Creo que fue entonces, en ese mismo momento, por la bata de guatiné y la expresión cansada de Moro, que supe que lo suyo jamás iba a ser duradero, que estaban acelerando la película y posiblemente alguno de los dos (la decidida era ella, desde luego) tenía ya en la cabeza buscarse otro relevo.
Después de pasar junto a un cabaret de mala pinta, fotos de señoras rellenitas enmarcadas en fieltro rojo, mala luz, peor ambiente, pusimos proa al Lope de Vega, todavía con el resquemor de haber hecho el viaje para nada, muertecitos de cansancio, eso es verdad, los ojos fabricando a todo pasto anticuerpos para anularnos las legañas. La película que iban a proyectar en diez minutos era de Francis Coppola, «Corazonada», y Vicente preguntó por nuestro asunto y le dijeron que al día siguiente podríamos comprar seguramente las entradas, pero que hasta las doce nada de nada. Tras discutir si entrábamos a ver la del Coppola o no, por mucha Nastassia Kinsky que enseñara las cachas, votamos en tromba volvernos a dormir al chalecito de Manolo, para mosqueo de Vicente que, exagerado para todo como de costumbre, siempre al borde del mosqueo inexplicable, poco menos que quería que nos quedáramos allí toda la noche montando guardia.
No lo hicimos, claro, pero casi. A las seis sonó el despertador, y como en trance nos lavamos la cara, le hicimos cuatro carantoñas al pesado del gato, cogimos las chamarras y otra vez andando por la ciudad dormida, entre motos que pasaban a toda marcha y el sonido de los frescos del barrio repartiendo pan, leche, frutas y demás. Era sábado, y sé que nos sentimos un pelín decepcionados y otro pelín ridículos cuando al llegar a la puerta del teatro no vimos a nadie. Yo qué sé, imagino que esperábamos ya a esa hora una cola que diera la vuelta a la manzana, gente con posters y camisetas, chalados como nosotros que tampoco pudieran contener la emoción. Pero no había nadie. Unos pocos obreros llegaron a eso de las ocho y nos vieron allí sentados, con los paraguas abiertos y la cara de sueño y hartazgo, y pusieron gesto como de no entender qué hacíamos en ese sitio, gesto la mar de comprensible por otro lado, porque yo me lo venía también preguntando desde hacía un par de horas.
Recuerdo que a pesar de que llovía, como el día anterior, un remedo estúpido de riego por aspersión que ni mojaba ni calaba, sólo jodía, recuerdo que un calvo con chandal pasó corriendo la mar de ufano, con su cintita en la frente y marcando bastante bien el movimiento de los codos. Y yo pensé qué capullo, con lo temprano que es y ya corriendo. Luego miré al grupo que allí formábamos, sentados como Sigourney Weaver muchos años después entre los gorilas de la niebla, y no pude por menos que pensar que tampoco estaban mis prejuicios para tirar la primera piedra.
Fuimos a desayunar en dos tandas para no perder el puesto. Primero Chiqui y Paco. Luego Vicente y yo. El camarero que nos atendió, lo recuerdo como si fuera ayer, tenía ese deje molesto que los sevillanos que ejercen confunden con la gracia. Mucho mi arma y cosas por el estilo. La tostada, por cierto, estaba rancia. Cuando regresamos al teatro, con sorpresa vimos que ya no estábamos solos: Eran poco más de las diez y un par de chavales con cara de no enterarse de nada habían tenido la misma idea, y no atinaban a comprender por qué no ocupaban en vez de nosotros la primera plaza.
Siguió corriendo el reloj, pero casi podríamos jurar que las horas no pasaban. A las once y media había ya más de doscientas personas, todas en cola, esperando que abrieran la maldita taquilla. Las versiones que todo el mundo daba eran absurdas, estúpidas y contradictorias.
--Han Solo es la última esperanza.
--A mí me han dicho que Luke se vuelve malo.
--El que muere es Chewbacca.
Así que tuvimos que poner orden, y explicarle que nada de eso, sino al revés mismo. Que la esperanza era Leia, hermana por demás del tonto de Luke, y que el único que moría (y nos equivocábamos, of course), era Darth Vader. Los adolescentes sevillanos nos miraban con cara de extrañeza. ¿Quiénes eran estos tíos tan mayores y tan raros y por qué sabían tanto? ¿Habíamos visto la película? ¿Entonces que puñeta pintábamos allí dispuestos a acapararles las entradas?
Y hubo que explicar, claro, que éramos socios del fan club, y que en Time apuntaban lo del final lacrimógeno, y que de momento George Lucas anunciaba que se acabó la historia y que hasta que se le antojara la trilogía terminaba y era la última. Una sevillanita mona se extrañó al vernos rodeados y predicando, en el púlpito de la escalinata ante la puerta, y me preguntó que cómo había tanta gente si la taquilla no abría hasta las doce, y que desde cuándo llevábamos allí.
--¿Nosotros? Desde las seis de la mañana.
No me creyó, claro. Tampoco yo mismo me lo creía. Si le hubiéramos dicho que además veníamos de Cádiz sólo por ver una película, lo mismo va la sevillanita mona y se me desmaya.
Abrieron la taquilla cuando ya la cola era lo que nosotros habíamos imaginado para la hora intempestiva en que acudimos a montar guardia. Como siempre, esos momentos de tensión en que la marea de gente se pliega y se repliega y parece que uno va a perder la posición por la que tanto ha luchado y tan poco ha dormido. Pero no. Vicente aguantó a pie firme, acojonado supongo porque la idea de que sólo iban a vender cien entradas era aterradora dadas nuestras circunstancias, y consiguió las cuatro para el pase nocturno (en gallinero, mierda, habían regalado todas las demás a capitostes que jamás acudirían ni entenderían de magia), más las respectivas para las dos sesiones de tarde. Salimos dando voces, histéricos, mareados. Ibamos a ver por fin, seguida, la trilogía completa.
Ya más tranquilos, con cinco horas por delante, nos pusimos a pasear en plan turistas pobres por Sevilla. No me gustó, lo siento. No encontré ninguna librería, ningún tebeo o revista que me dijera que estaba en un sitio mejor que casa. Es lo que me pasa siempre: Para mí, viajar fuera de Cádiz es precisamente eso, encontrar una librería donde existan materiales que no pueda encontrar en el quiosco de la esquina, un vestigio, supongo, de aquellos tiempos en que la distribución era aún más pésima y había que estar al cante porque de otro modo era imposible seguir ninguna colección.
Comimos paella, creo, en un mesón típico y repulsivo donde, para más coña, nos clavaron de lo lindo. Luego nos tomamos unas coca colas en una terraza al aire libre, ya ansiosos por que dieran las tres y pudiéramos empezar la sesión maratoniana que hoy, por culpa del video, ni tiene morbo ni tiene atractivo nostálgico ni tiene ya nada.
Por mucho prestigio y muchas florituras que quisieran ponerle al festival de cine (que no lo sabían hacer es evidente: nunca llegaron a estrenar una segunda fase), el Lope de Vega olía a polvo. Las butacas (rojas ellas, eso sí) parecían más ajadas que las del cine Imperial, donde, por cierto, repetiríamos varias veces la visión de la película que nos había desplegado en plan comando. No aparecieron más que un par de progres, y miles, millones, enjambres enteros de puñeteros niños. En vez de un festival de cine internacional, o lo que fuera, más parecía que estuviéramos en la sesión infantil de un domingo años sesenta. Las dos primeras películas, no faltaba más, las pasaron para nuestro desconsuelo en versión doblada. El progre en seguida dejó de hacer comentarios capullos y se rindió de pleno ante la magia. La copia de «Star Wars» (porque nosotros siempre la llamamos en inglés, lo mismo que decimos «el Imperio» y «el Retorno», y «jedai» en vez de «jedi», que es como tiene que ser y como mandan los cánones), la copia estaba bastante rayada. Y el maldito teatro era horriblemente incómodo.
Lo que más nos llamó la atención, recuerdo, fue que Mark Hamill parecía un crío, tan acostumbrados como estábamos al físico accidentado de las últimas revisiones del Imperio. Y que los efectos especiales no eran tanto como creíamos ni recordábamos (cuando tuve que gritar preso de la emoción en la escena en que Big Ship se come a Little Ship tras los títulos de crédito, diciembre del 77, teatro Andalucía), y que George Lucas había colocado la cámara en los sitios estratégicos para ahorrarse unas pocas pelas, sin que se notara el truco en la película.
Terminó Star Wars. Terminó el Imperio. Salimos a dar un paseo antes de las diez. Otra coca cola en una plaza. Regreso al cine, cansancio, emoción, jodidos por tener que ver una película que era nuestra en lo alto del gallinero. Cierto que sólo nos costó veinte duritos, y que tal vez fuera la mejor copia y el mejor sonido que íbamos a disfrutar (sobre todo considerando el penoso estado de las cámaras de los cines de Cádiz), pero no dejaba de ser una putada que estuviéramos allá en lo alto, entre chiquillos ruidosos, justo al lado de la cabina de proyección, en vez de allá abajo, entre los jerifaltes del partido, los diseñadores, los trepas, las putas de lujo, el gigante disfrazado de Darth Vader o Richard Marquand, porque éramos nosotros y no ellos quienes iban a disfrutar de una película que nos pertenecía más que a cualquiera de ellos.
Paco perdió las gafas. No, no le dieron un puñetazo en la lucha por un asiento ni nada que se le parezca. Las perdió en donde las cocacolas, y por mucho que intentamos reandar lo andado no llegó a recuperarlas. No había problema, porque llevaba puestas las lentillas. O eso es lo que habría pasado con cualquier persona normal. No con Paco.
Las diez y cuarto. Las diez y veinte. Las diez y media. Y la película sin empezar. Vaya mierda de festival, tú. Qué falta de respeto al público. Los mandamases, que estarán de tapeo o de langostinos. Las once menos veinte. Las once menos cuarto. Jolín, ya. Hice el chiste, claro:
--Daros prisa, que se nos va a acatarrar Han Solo!
Hubo una risotada infantil en respuesta a mi gracia, pero naturalmente el comentario no llegó más abajo. Por fin salieron al escenario los tres o cuatro enteradillos que habían organizado la velada, junto con Richard Marquand, que se iba a morir un par de años después, el pobre, y le hicieron dos o tres preguntas tontas, de compromiso, como si exhibieran a un bichito sabio que no entendía de cine y que, lástima por él, tenía que ganarse las patatas haciendo chorraditas espaciales. Me acordé de King Kong. Y cuando ya se retiraban todos, a punto las luces para dar paso a la película, grité con toda la fuerza de mis pulmones una tontería adolescente que jamás pasó de la cuarta butaca.
--Mister Marquand, May the Force Be with You!
Letras amarillas conocidas, música entrañable. El sonido era magnífico. Dio comienzo el espectáculo, y enseguida olvidamos que la película no era en versión original, como queríamos.
En mitad de la batalla en la barcaza Paco empezó a rebullirse en la butaca, mirando al suelo, clavando los codos en los brazos forrados de rojo.
--¿Qué te está pareciendo?
--No sé. No veo.
--¿Cómo dices?
--Las lentillas, carajo. Que me lastiman los ojos y no veo.
--Pues quítatelas.
--Es que entonces veo menos.
--¿Qué la pasa a Paco?
--Que dice que no ve. ¿Qué te está pareciendo a tí?
--¿La película? No me entero de ná.
--Joder, ¿también tú con eso?
--Es que lo veo muy raro todo. Parece de cachondeo. Muy infantil, ¿no?
--No sé, a mí me está gustando.
--Yo creo que George Lucas se ha equivocado.
--Joder, Tito, no seas aguafiestas, que todavía queda hora y media.
--No veo.
--Qué dos. Pues abrid bien los ojos porque como se ve aquí no la váis a ver en Cádiz en la vida, os advierto.
A medida que avanzaba la película, Paco y Tito continuaron mostrando cada vez más su malestar. Yo, lo confieso, también llegé a experimentar un par de veces una extraña sensación de desconcierto. Junto al momento más antológico, más amado de la saga entera (cuando Threepio cuenta las hazañas de ellos mismos a los sorprendidos ewoks que los miran como si fueran dioses o mentirosos dignos de burlar al mismo diablo), había momentos que no atinaba a comprender, detalles que me confundían y puntos de humor a los que, en ese instante, no fui capaz de detectar la gracia.
Lo peor fue la batalla en Endor. No sé muy bien por qué, ya que las ochocientas veces que he vuelto a estudiar la película me parece lograda y magnífica, inseparable en su coreografía de las otras tramas que se tejen y destejen para crear un equilibrio inimaginable hasta el final, pero supongo que no era capaz de creerme, aunque quisiera, que una civilización poco menos que arborícola pudiera cargarse a dos batallones de stormtroopers armados con los cachivaches más ingeniosos del imperio. Y Vicente y Paco erre que erre. Mi hermano, cómo no, callado como siempre.
Pero también logré sentir dolor. Dolor físico. En los dientes. La batalla entre Skywalker y Palpatine y su extraño y todavía inexplicado dominio de los senderos de la Fuerza me pareció, como aún me parece, soberbia, recargada de malicia, excesiva en su crueldad para con quien era el héroe elegido. Y la música. Ah, la música.
Terminó la película, se acabó la ilusión, el sueño quedó suspendido, como aún queda, a la espera de nuevos amigos y posteriores misterios. Salimos en cola, paso a paso, observando con ojos de envidia las bellas láminas del story telling que tardaríamos más de seis años en conseguir para nosotros y que algunos niños incultos doblaban en su afán por sobrevivir a la bajada de las escaleras. Y los posters de la película, los mismos que en los USA, como después sabríamos, y qué casualidad, igualitos a lo que queríamos hacer para aquella soñada y nunca cumplida semana de cine de ese efe para los piraos del Ateneo: El sable de luz empuñado contra las lágrimas de luz de las estrellas (lo siento, tenía que hacerme autopropaganda en algún sitio).
La mujer más hermosa que he visto en mi vida no sé exactamente cuál habrá sido (o cual será, todavía no pierdo la esperanza), pero desde luego aquello que se me apareció a veinte centímetros en la cola de salida tuvo (o tendrá) que rondarle de muy cerca. Imaginen ustedes una Bo Derek de diecisiete años con un traje de satén celeste escotado, bronceadita de piel, los ojos claros, y comprenderán por qué de pronto quise darme la vuelta entre aquella marea de niños camino de la cama y quise regresar al teatro donde iba a haber una fiesta de despedida o como puñetas fueran. No lo conseguí, claro. Todavía hoy sigo pensando que fue una verdadera lástima. Aunque, de todas formas, aquella chica desplegable iba (mal) acompañada. A lo que se veía, no tenía mi buen gusto.
De vuelta a nuestra casa del fin de semana, Paco continuaba quejándose de sus gafas perdidas y sus lentillas lastimosas, y Vicente se mordía los nudillos con ese gesto tan típico que emplea cada vez que desprecia a un camarero e insistía que George Lucas se había equivocado, que se había vendido, que era una película hecha sin amor. Yo insistía en que no fuera tan exagerado para todo, todavía pensando en la rubita linda de la cola, cansado y harto de cine y con la espalda hecha trizas después de estar más de seis horas sentado en aquellos sillones tan incómodos.
--Es que no la hemos visto bien --dijo entonces Paco por primera vez, en frase que después ha repetido hasta la saciedad, para justificarse, incluyéndonos a todos en la paranoia de las gafas.
--Que no, joder, que como la hemos visto aquí hoy no la vamos a ver en la vida --profeticé yo, sin saber que cuando en diciembre fuéramos a los dos cines de Cádiz a verla de nuevo otras cuatro veces tendríamos que soportar un molesto corte en mitad de la persecución con las motojets, nada menos (lo que hacen los empresarios por vender cuatro cocacolas y dos paquetes de palomitas), y un bajón de luz en toda la secuencia con Yoda (lo que son capaces de no hacer por no comprar una lámpara nueva).
--Se ha equivocado. George Lucas se ha equivocado.
--Y dale.
De vuelta al piso, después de seguir soportando las carantoñas del gato, tumbados a oscuras en la cama (cada uno en la suya, no me sean mal pensados), a Paco le dio por repasar los incidentes de la película, recalcando convenientemente, eso sí, que no la había visto bien, lástima, joder, por culpa de las lentillas y de la pérdida de las gafas (no, yo tampoco acaba de entender muy claro qué tenía que ver una cosa con la otra, pero en fin, así es Paco). Vicente le siguió el juego, y aunque yo quería dormir, porque estaba frito y al día siguiente había que levantarse temprano para coger el tren, no tuve más remedio que seguir comentando, especulando, fabulando.
--Se oía de puta madre.
--¿Os habéis fijado si Wedge se salva o se muere?
--No comprendo por qué ha tenido que morirse Yoda.
--¿Os habéis dado cuenta de que Darth Vader no sabe que existe?
--Cuando hagan la primera trilogía, quedará mejor explicado todo ese lío del parentesco entre Luke y la princesa.
--Ahora hay que leer Star Wars y el Imperio desde otra óptica.
Y así continuamos durante un rato, como hemos hecho con regularidad milimétrica durante los últimos siete u ocho años, convenciéndonos de que no era George Lucas, sino Vicente, el que estaba equivocado, y que en efecto algo de razón tenía Paco al decir que no la habíamos visto correctamente, circunstancia que hoy creo de veras. Hasta que de pronto Vicente, quizá para desquitarse, soltó una frase lapidaria en la oscuridad que nos rescató para siempre de la decepción y volvió a hacernos fans eternos, por si hubiera habido alguna duda.
--Un robot. Estaban torturando a un robot.
Y dijimos anda es verdad y recordamos al pobre trozo de chatarra diciendo no no no con su vocecita chillona y los hierros candentes en los pies de metal, y la cara impasible de su mecánico torturador, y nos echamos a reír de buena gana ante aquel maravilloso absurdo, golpe maestro, ocurrencia genial que de pronto pareció explicarnos toda la película, resarcirnos de toda la resaca.
Cuando el domingo al mediodía bajamos del tren, de regreso a casa, ya estábamos los tres ansiosos por volver a verla.
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Categorías: Las aventuras del joven RM