Se ha muerto Juanito Valderrama, ese señor que parecía eterno de estar ahí siempre, con su mirada de japonesito cuco y su sombrero cordobés que era vestigio de una época y que, curiosamente, sabía llevar como no he visto llevar a nadie.
De niño teníamos en casa algún disco suyo, donde se peleaba en broma con Dolores Abril, preludiando lo que luego iban a ser Pimpinela, pero con arte. Luego, de mayor, he escuchado a veces esa voz suya, tan fina, como un violín flamenco, sacando fuerza y aire de un armazón que parecía como la cabina del Doctor Who, de todo el corazón que cabía allí dentro. Uno no entiende de música, ni de flamenco, y está muy lejos de esa Andalucía que Juanito Valderrama representaba a lo mejor sin quererlo él mismo, pero me caía bien ese hombre pequeño porque se parecía mucho a un vecino mío (aunque El viejo no tenía esos ojitos chinos que hacían parecer al artista el padre biológico de Jackie Chan) y, sobre todo, porque era un currante que estuvo toda su vida al pie del escenario.
Hace un par de semanas lo mencionaba en el relato que estaba escribiendo, a él y a su sombrero cordobés, por libre asociación de ideas, qué cosas. Y me preocupa, claro, imaginar que esa conexión con el ultramundo o el demiurgo que supone el acto de redactar un argumento pueda crear una suerte de realidades que se entrecruzan, porque me pasó lo mismo con Rafael Alberti hace unos años.
Adiós mi España quería...
Comentarios (22)
Categorías: Musica