Fue la primera película clasificada "S", y nos llegó tarde, muerto el caimán. Fue también la primera película que intenté ver en un cine de arte y ensayo reconvertido (llorado Cine Imperial, hoy un banco), un domingo de julio, por la tarde, cuando aún no tenía los dieciocho años. Me pidieron el carnet de identidad (una vez adquiridas las entradas) y luego no me dejaron pasar, ni a mí ni al resto de la pandilla. Tuvimos que revenderlas allí mismo, a un puñado de marineros a quienes el bromuro al parecer no les hacía efecto.
Luego ya volví a verla, un par de añitos más tarde. Y puede que alguna vez más, doblada. Hoy la he revisado, aprovechando que viene de regalo (entrecomillen regalo, plis, que se me ha olvidado) con una de las promociones a las que ahora nos obligan los periódicos.
La naranja mecánica, de Stanley Kubrick según la novela magistral de Anthony Burguess. Es, quizás, mi película favorita del inglés. Y, por si no se han dado cuenta, el título del post va de coña: uno de los tebeos Vértice de aquella época, traducido por alguien que parecía el traductor mecánico de algún programa informático que aún no existía ni en nuestros sueños, la presentó con ese nombre "Un trabajo naranja" (luego, eso sí, tuvo el detalle de poner al lado el título en inglés, con lo que ya supimos de qué estaba hablando aquel galimatías incomprensible).
Han pasado treinta años desde su rodaje y no sé si se conserva tan fresca como el primer día. La estética setentera, sí, distancia mucho, pero a la vez refuerza el tono tongue-in-cheek de la puesta en escena. Lo que entonces quisimos ver como denuncia social no ha perdido un ápice de su fuerza, pero ahora me doy cuenta, si no me di cuenta en su momento, del tono de comedia de costumbres que tiene todo el relato: escuchar en inglés las expresiones, la mezcla de idiomas, el cachondeo intrínseco de todos los actores en sus exagerados gestos y sus exageradas inflexiones, nos demuestra (ahora, al menos, no sé si entonces ya estaba o mis dieciocho años no lo pillaron) que Kubrick nos está contando un cuento de hadas inverso, una morality play con falso final feliz.
El sexo es frío y británico, no comprendo cómo nos pudo poner como burros en el año 76. Y la violencia que se narra ha quedado superada por cualquier película palomitera de las que se hacen hoy. Queda, sin embargo, el juego, las miradas, la denuncia a lo british forever, a las falsas buenas formas, el guiño de que delincuentes y policías son lo mismo, de que psicópatas y políticos acaban por ser colegas.
Me llama la atención, de cualquier forma (y he descubierto que el "joroschó" que de vez en cuando todavía pronuncio en alguna conversación informal es "horrorshow", quizá una referencia al Rocky Horror Picture Show), la visión de futuro de la película. Porque, vale, no hay ordenadores, ni esa época indeterminada donde Alex caza y sufre parece otra cosa sino la misma época en la que fue rodado el film. Pero hoy (y el post de mañana incidirá en el tema) se ve casi como algo cotidiano el spleen de los cuatro amigos y su forma de vivir la noche: ponerse ciegos de moloko, vivir en exclusiva para el cachondeo, salir a la calle a pelearse con otros lumpen y conducir contra mano, dar rienda suelta a los instintos animales, el culto a la violencia y el desenfreno. Y volver al amanecer a una casa fragmentada con unos padres que van a su avío, centrado en su periódico y su trabajo y su cortata Pee, ridícula con su minifalda y sus lentejuelas y sus pelucas de colores Em. Como lo vemos hoy mismo.
La parábola sigue ahí. La visión grotesca de lo que somos sigue viva. Porque, en palabras inmortales de Alex, es lo que ocurre siempre que sale la sangre, la colorá, y oh, hermanos míos, qué hermosa era.
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