He de reconocer que me llegó al alma. Fue Miguel Ríos, en una de esas cuñas publicitarias del programita sobre la mejor canción de nuestra vida, al que lo mismo vuelvo dentro de un rato, o mañana, o no vuelvo nunca, porque tampoco hay que decir más que ganó no la canción que tenía que ganar, quizás, sino quien tenía que ganar, sin duda.
Le preguntaban a Miguel por sus inicios en esto de la música, y reconoció que se extasiaba con los carteles de los recitales de Emilio el Moro, de quien atesora su primer recital en directo.
Emilio el Moro, nada menos, Dios. La bella presentatrice, la de de los dientecillos de conejo y las cachas infinitas, puso cara de extraterrestre, esa cara de desprecio e ignorancia que, me temo, hemos enseñado a no dar importancia a las demás generaciones. Imagino que, además, luego no habrá tenido ni el más mínimo interés en buscar en google a ver quién fue este hombre.
Y este hombre fue, ni más ni menos, que eso que es lo más admirable que puede ser un ser humano que se dedica a ser artista: un currante. Un adelantado a su tiempo, posiblemente, o quizá el fruto zumbón de un tiempo de tristezas y dictadores atiplados que quisieron contagiar de su frugalidad de la existencia el arcoiris multicolor que tiene que ser la vida de todos.
Fue como Alfredo Landa, pero en la música. Fue como las chirigotas del carnaval de Cádiz, pero con fez y guitarra y gestos dignos de cualquier caricato de circo. Hijo de Plauto, Carpanta en carne viva, el primer emigrante de verdad. Fue nuestro Sammy Davis Junior, quizás. O Sammy Davis Junior fue el Emilio el Moro de Las Vegas, Nevada.
Ya no se le recuerda. No fue un gran cantante, a lo mejor. Fue, ya digo, un currante, un buscavidas, un satírico de todo y de todos, de sí mismo el primero, estoy seguro.
No te preocupes, Patricia, hija, dentro de treinta años a ti tampoco te recordará nadie. Los que queden, estarán mirando otros dientecillos de conejo, imaginando recorrer otro infinito par de cachas.
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