El carnaval de Cádiz es un equilibrio la mar de conseguido entre la tradición y la innovación, entre lo canónico y las ganitas de subvertir lo establecido. Uno se inventa una cosa y a los dos años ya está escrito en piedra en las murallitas de San Carlos, como quien dice. O sea, que cualquier innovación se asimila y va a a misa.
En carnaval la gente se ríe, o por lo menos lo intenta. En carnaval la gente liga, o por lo menos se queda con las ganas. En carnaval la gente bebe. Mucho. Y come. Todavía más. A los concursos de coplas, estribillos, cupleses, popurrises, tipos, y lo que se le ocurra al espabilao de la peña se le suman desde hace un montón de años festejos gastronómicos que empiezan un mes antes del carnaval propiamente dicho y que, aunque voy a escribirlos sin la terminación fisna (o sea, voy a escribirlo en andaluz), salpican todos los rincones de aquí la tacita de plata: la pestiñá, la erizá, la ostioná, la panizá, etc. O sea, ponerse como el quico de pestiños (porque un año carnaval casi se pisó con navidades), erizos caleteros traídos de Tarifa, ostiones (que son ostras pobres), panizas, y hasta mortadelas y esas cosas.
En casa, es decir, en el club, tenemos desde hace un montón de años una tradición gastronómica a nuestra bola. La racletá, nombre que me acabo de inventar pero que pasará a la historia porque lo digo yo (que para eso soy el presidente) y porque además explica perfectamente de qué va la cosa. Se nos ocurrió hace una jartá de años (sin duda más de diez, pero pongo la X por aquello de la incógnita), cuando nuestro amigo Rodri nos invitió una noche de reyes a su casa y descubrimos, albricias, voto a Bríos, cachinlosmengues, qué demonios era aquello tan finolis y tan entretenido y traído de las Francias o las Bélgicas: una raclette. Mismamente: poner una cazuelita por comensal con distintos tipos de queso fundible, y en la plancha superior (fíjense ustedes en la foto) pan en rebanás hasta que se tuesten. Acompáñese de cervecita fresca o vino de aguja y pueden estar ustedes dándose un atracón de queso y pan mientras siguen la charla, y sin necesidad de que se les pierda el pan dentro de la marmita y el sádico del grupo diga aquello de "Los azotes, los azotes".
En cuantito vimos una, la compramos para tenerla en casa. Como nuestro amigo Miguel también compró otra, pronto nos encontramos con dos (porque Miguel se la olvida en mi cocina de un año para otro), cosa que nos viene bien, porque nuestra raclette admite seis comensales y la suya creo que ocho, y a veces nos hemos reunido en casa unas doce o catorce personas. A ver la final, decimos, aunque nadie ve nada, entretenidos en la conversación, el queso, que no se queme el pan, y en evitar que se caliente la cerveza. Es divertido. El club tiene tres momentos inefables: la cena de navidad que hacemos antes de navidad (en otra época mi mujer se tiraba ocho horas preparando un pavo al estilo inglés, para tomarlo con mermelada de grosella y esas cosas, pero de un tiempo a esta parte hemos sustituido el ave por marisco, que no necesita trabajo previo); esta racletá carnavalesca, y la despedida de curso (porque el club no se reúne en verano, al menos no en casa).
Ayer por la tarde aprovechamos Daniel y yo para hacer una incursión rapidita al Hipercor (la última la hicimos Paco y yo, en navidad, para comprar provisiones y darle a todas las niñas de la planta la impresión de que éramos los dos una pareja de hecho), y sorprender al encargado de la charcutería comprando queso y más queso, un poquito de este de aquí, un cuartito de este otro de allá. Creo que nueve tipos de quesos: emmental suizo, emmental francés, brie, con nueces, chamois, roquefort, azul danés, raclette y cheddar. Más sus correspondientes aceitunas gordal aliñadas y sus aceitunas rellenas de pimiento morrón, su poquito de paté, su salmón ahumado, su vino de aguja y su cargamento de cerveza que ya está enfriándose en el frigo. Y su postre: tocino de cielo, pipas de girasol y altramuces para acompañar las bebidas de más calibre (whisky en diversos tipos y quizá algo de ron que quede por la despensa).
Dentro de una hora y pico empezarán a llegar los amigos. Este año parece que sólo vamos a ser ocho (Vicentito, que es un fatiga del carnaval, se queda en casa grabando la final; Marieta tiene un compromiso en no sé dónde; Tomi sigue en las albiones un poquito menos pérfidas; y uno nunca sabe si Miguel y Rodri vendrán solanos o acompañados de sus respectivas). Mis hijos darán la lata un rato, por el jolgorio de ver como cada quince días o así a tanta gente y además comiendo cosas raras y no la pizza de costumbre, y al final los mandaremos a la cama y empezaremos a comer la racletá cuando ya el coro de los Niños esté en escena y la alcaldesa haya dicho ante las cámaras sus tópicos de siempre y las chirigotas nos obliguen a mandarnos callar.
O sea, y resumiendo, que mañana habrá ocho personas que tengan, posiblemente, sobredosis de queso fundido. Peor lo tendrán los que, por la noche, salgan a la calle a fumarse dios sabe qué o meterse entre pecho y espalda chiclana de garrafón, que está para iniciar él solo una cura de desintoxicación de la vida.
Por encima de todo (antes de que el comentarista-santurrón de turno nos salga con lo vacuos que somos, lo mal que está el mundo, etctétera etcétera), lo mejor será la conversación. No olvidemos que de una de estas racletás surgió, hace unos años, una perla de sabiduría. La dijo, curiosamente, un desconocido peruano que nos trajo Tomi, por aquello de que lo tenía alojado en casa y no era plan dejar al hombre en la calle. Mientas comíamos a dos carrillos y el chaval alucinaba, a eso de las dos o las tres de la mañana, con un ojo puesto en la raclette y otro en la tele, hizo el comentario en voz alta: "Ah, ya entiendo. Chirigota es cuando dejamos de comer. Comparsa cuando seguimos comiendo".
Sí que lo había entendido el nota. Otro que era de Cadi sin saberlo, oigan.
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