Me llega la noticia, don José, querido compañero, de tu muerte lejana y sola en Zaragoza, viejo, consumido, imagino que incapaz, a tus años, de haber renunciado a aquel cigarro que siempre tenías entre los dedos.
Mucho tiempo sin verte, viejo amigo, aunque todavía, de vez en cuando, te recordamos entre risas en el colegio, por tu natural despiste de profesor quemado que tenía que luchar desde una sensibilidad y una cultura exquisitas con una caterva de pequeños semi-bárbaros a quienes importaban muy poco las perlas de música que enseñabas y todavía menos tu carisma de persona buena, perdida en las modernidades de un mundo que se movía demasiado deprisa, mareado en el vértigo de su propio movimiento.
Todavía, ya digo, recordamos tus despistes, cómo eras capaz de suspender al mejor de la clase porque te confundías al poner las notas, o de evaluar con sobresaliente a algún chaval que había saltado por la borda del curso allá por febrero. Y hasta defendías que no, que te habían entregado el trabajo de rigor. Y recordamos (entre risas siempre, fíjate), que se decía que podías equivocarte la primera evaluación, pero nunca le segunda, si sabías ya entonces quién era quién y te fiabas del criterio de los otros maestros. También era proverbial tu habilidad, puesto que hacías triplete entre tus deberes de organista en la catedral, el colegio de primaria y nuestra sección de bachillerato, de escaquearte de las insoportables reuniones de un sitio diciendo que tenías otra insoportable reunión en el otro, y viceversa. A eso se llama, claro, tener arte y talento.
Porque puede que ni los niños ni nosotros, tus compañeros (ni, por lo que me cuentan, tus familiares, esos que al final te han abandonado) supiéramos nunca apreciar el enorme talento que tenías, divertidos más con tus manías, con tus despistes, con lo pálido de tu piel y el blanco de tu pelo. Pero yo recordaré siempre aquella larga mañana de la primera huelga general que no seguimos, en un colegio vacío, mientras yo intentaba corregir exámenes larguísimos, escondidos los dos en la madriguera que era tu aula, allá abajo en las catacumbas del Chaminade, y cómo fuiste mostrándome uno por uno los tesoros de tus discos de música clásica, esos que a tus alumnos traían al pairo, y me los hacías sonar con asombro de anticuario, como si tú también los escucharas por primera vez, como los escuchaba yo sin duda, y me explicabas ahora entra la cuerda y significa tal cosa, fíjate que ahora se oye una caravana que viene del desierto, eso que viene ahora son los cañones de Napoleón, y entraba la percusión con una andanada revolucionaria. Fue ese día cuando comprendí que eras un músico excelente, un artista, un erudito, y te estaba quemando la vida académica como tú quemabas siempre, olvidados entre tus dedos, aquellos inacabables cigarrillos.
Descansa en paz, entonces, amigo, maestro. Don José Méndez, el cura de música, tanto tiempo sin saber de ti, y ahora enterarnos de que te has muerto en un asilo.
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