Torre se iba a cagá en la leche que mamate, Angelito, joé ya, que estaba mu bien que fuera el niño experto en informática, y que últimamente le hubiera dao por estudiar historia y empezara a colaborar con un programa de radio donde quería llevarlo y to (a lo que Torre, entre bromas y veras, decía que sin trincá ni mijita), y en alguna revista de esas jartibles donde no vienen ni los resultados de la liga ni gachisas en monokini, y hasta colaboró el otro día en una reivindicación de la república con la banderita tricolor en el ojal y en un homenaje a García Lorca en el museo que a él le dio puro jindoi, tanto progre cuarentón y cincuentón vestido de gala recordando cómo eran cuando corrían delante de los grises y allá al fondo el sarcófago antropoide de él y el sarcófago antropoide de ella tiesos y de pie, como la Barbie y el Ken, escuchándolo to y sintiendo, seguro, igual que Torre, una chispita de vergüenza.
Pase que el niño se estuviera labrando su personalidad, que te recitara de carrerilla to las pelis de Jenna Jameson, que fuera experto en cine trash y cine gore y se hubiera hecho una camiseta (negra, por supuesto) donde estaba posando pa la posteridad con un director de cine gordo y sonriente, mejicano pa más señas, cuando estuvo por aquí hace un par de años en aquello de la ciencia ficción, y que estuviera hasta los compañones de la cultura yanqui y estuviera descubriendo otras culturas y que ahora, como a toda la chavalería, le hubiera dao por estudiar japonés en vez de sueco, que dónde va tú a parar las tetas de una vikinga que las de una geisha diminuta, que en vez de globos parece que tenían chicharitos, pero bueno, cada uno es como es y se limpia el culo con la mano que le da la gana. Pase que el niño fuera nipomaníaco, igual que había gente que era ninfomaníaca (su hermanastra la Dafni, sin ir más lejos), pero cojones, que insitiera por activa y por pasiva que lo iba a llevar un día a Sevilla a comer a un restaurante japonés, él que había tardado veinte años en pisar un chino y ná más que se pidió de todas formas una ensaladita y su platito de arroz tres de Alicia, y por más largas que Torre le diera, que si Sevilla estaba mú lejos, que si los iban a clavar en el precio, que si esta semana juega el Cadi en casa y la semana que viene lo televisan, al final no tuvo más remedio, porque habían abierto un restuarante multiasiático allá en Chiclana, que hacer de vientre corazón y acompañar al niño y a la patulea a comer, carajo, pescao crudo. Él, que ni los boquerones en vinagre le hacían gracia.
Y allí se sentaron, en un restaurante bonito-bonito, donde las japonesas tendrían poca teta, es verdad, pero eran monísimas y tenían un no sé qué que atraían, y los platos y los vasos y las mesas eran de diseño (o sea, que no había un plato redondo ni aunque te trajeras el tapacubos del Simca), y todo el personal iba vestido de luto riguroso, la mar de monos todos y todas, como Bruce Lee en aquella película (¿o era Bruce Li? ¿O Bruce Le? ¿O Jackie Chan? ¿O Juanito Valderrama?). Y sonaba música que era un chunda chunda pesao, pero no de la Frontera Azul ni na de eso, sino tecnopop o rock acústico. Una lata.
Y va Angelito y pide por todos, y al rato, después de mucho esperar, que estaban to las mesas comiendo menos la de ello (o sea, la ley de Murphy del verano, según rió Angelito y todos aplaudieron y to, menos Torre que no tenía ni idea de quién era el Murphy ese), llega la japonesa (o la tailandesa, o la coreana, quién sabía, una chica pequeñita pequeñita que no entendía ni papa de español y de gaditano de los Chinchorros ya ni te cuento), y les pone unas tacitas minúsculas a las pibas y unas tazas algo más grandes a los hombres, toma machismo, y unas teteritas monas pa que cada uno se sirviera, y resulta que lo que había en la tetera era sopa, por ponerle un nombre, o sea, agua caliente con dos granitos de arroz, una pizquita pero chica-chica de cebolla, una almeja (que la de Torre estaba vacía) y una gamba. Calentito entraba bien en barriga, pero a Torre le hacía más ilusión un buen puchero con su pringá y su culata y su hueso de jamón y sus garbanzito y su tagarnina.
Después de mucho esperar, pero un rato largo, aparece el sushi y el otro nombre que Torre nunca se enteraba de cómo era. Y cojones, que parecía todo muy bonito, como pintado, el pescao brillante y de colores que parecían eso, pescaos de peces de colores de esos que Milagritos Ponce tenía en una pecera en el jol, y bolitas de arroz que parecían cagarrutas de gato pero en blanco, y una cosa verde que parecía pasta profidén y picaba tela. Y Angelito venga a farolear, y va el niño y coge los palillos (que eran marrón oscuro, mientras que los de los chinos, pobrecitos, eran de madera-madera) y se pone allí a servirse las lonchas de pescao crudo, mojándolas en un cuenquecito y ala, pa entro, y diciendo ahora tú Torre, y Torre sin mirar la comida cruda, po venga, a intentar coger el pescao con los palitos, que se le resbalaba to, y a comérselo intentando no pringotearse de la salsa.
Él no es que fuera mu escrupuloso, pero hay cosas y cosas, y aquello estaba, como dice el refrán, más bonito que bueno. O sea, que pa mirarlo, hacerse dos fotos y reír unas gracias estaba bien, pero pa comé, lo que se dice pa comé, como que no. Mucho arroz en bolitas, muchas tiras de salmón y de atún, y una cosa que parecía pescao en lonchas también pero sabía a colonia y al final resulta que era rábano o algo así. Y encima con cerveza sin alcó, porque conducía él y lo del carnet por puntos lo tenía más seco que Al Capone con la ley siesa.
Y como tardaban tanto entre que pinchabas o enganchabas el pescao con los palitos, lo remojabas, lo mirabas, te lo metías en la boca, intentabas no pensar que aquello estaba crúo crúo como el niño de Gasparín el de la Óptica, lo masticabas, lo tragabas, te bebías media cerveza pa bajarlo, y esperabas que los demás no se dieran cuenta de que te estaba entrando fatiga y to y como siguieras así ibas a irte de bareta de un momento a otro, a Torre la noche se le hizo larga como la cuerda de una cometa, y al final no pudo aguantar más y fue el váter y descargó por arriba y por abajo, pero como un señor, sin dar la nota y sin que se enterara nadie. Cuando a eso de las doce de la noche llegó el arroz y unos trocitos de ternera a la plancha que tol mundo decía que estaban superior, de categoría, Torre dijo que ya no podía más, y esperó al postre y tampoco lo probó, pero dijo que estaba to mu rico por no ofender al bueno de Angelito Fiestas, que estaba loco de contento diciendo arigato san arigato su y konichuguá cada vez que pasaba la camarerita mona.
Se equivocaron en la cuenta, pero eso era también típico de la ley de Murphy en los restaurantes en verano, y se perdieron de vuelta por la carretera, que a poco más aparecen en Medina. Totá, que cuando Torre llegó a su casa eran las dos de la mañana y tenía más hambre que el perrillo un ciego. Y to cerrao en Cadi, con las ganas que le estaban entrando, fíjate tú, de tomarse un buen papelón de chocos o de cazón en adobo, que ibas tú a comparar. Con un bocadillo de mortadela con pan de antié se fue a la cama, cavilando, mientras recordaba las huevas fritas de las Flores, y los langostinos de la Marea, que el día que la gente de Cadi se ponga en serio a conquistar el mundo de la hostelería, lo del Cadi en la liga iba a ser un ensayo general. Que arrasamos, fijo. Cagonlosmoro, Angelito, me podía haber llevao al Faro, hijolagranputa.
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Categorías: Historias de Torre