Obi-Wan nunca dijo esta gran verdad: El carnaval hay que traérselo puesto, de casa, como el costo que llevaban en tiempos los trabajadores del Dique. O sea, que sí, que vale que vayamos y vengamos todos con flores a la Bruja Piti y en romería tras las pamplinas del Dios Momo, pero si uno quiere vivir el Carnaval, desde dentro y para fuera, hay que traérselo en plan disfraz: no sólo vale que usted quiera divertirse con lo que le divierten los demás: tiene usted que divertir también a los demás. Si no, doblemente, no tiene gracia.
El carnaval es una gimkana donde hay que ir sorteando obstáculos, como un juego de ordenador donde uno va pasando de pantalla en pantalla a ver si llega a la final. Y la final, claro, no se termina en la Final, sino que se extiende hasta dentro de dos domingos, como poco. Uno empieza la peregrinación poniéndose en cola para los pestiños, los ostiones, los erizos, sigue las retransmisiones en la tele o en la radio (o en internet, mal que le pese a algunos autores que creen poder ponerle puertas al campo y conseguir lo que ni Alejandro Sanz, ni los Beatles pueden), se da su vueltecita por alguna peña para ver algún que otro ensayo general, departe con los amigos y hace sus quinielas, logra colarse de gañote o lo invita algún amigo que tiene mano y le hace hueco en el palco, visita El Millonario o la tienda de disfraces de Pepi Mayo, se enrabieta con los cajonazos y se felicita de su tino a la hora de acertar con el premio a Tino, y después, siguiendo con la carrera, hace rogativas para que no llueva (que llueve), o para que la niña salga de ninfa infantil o el niño haga el discurso de pregonero, y tarda lo suyo en decidir si vota en el reveréndum antes o después de irse a escuchar los coros, y quisiera estar como el simpático friki japonés ese de la serie Héroes, en dos o tres sitios a la vez, para doblar el tiempo y el espacio y escuchar los carruseles y las chirigotas y los pregones y ver las cabalgatas (que cuesta lo suyo elegir, no se crean). Y se cree, porque de ilusión también se vive, que pese a los ahogos y los apretujones, será el lunes (hoy, mismamente) cuando podrá disfrutar del carnaval-carnaval, o sea, el carnaval que se hace en la calle y para la calle.
Les confieso que, si uno admira la paliza y la entrega de toda esa gente que vive el carnaval desde septiembre, escribiendo, componiendo, ensayando, diseñando y poniendo a punto el carnaval del concurso, no se me queda atrás el reconocimiento a todo ese montón de ciudadanos anónimos sin ansias por pasar a ningún tipo de reconocimiento que hace más o menos lo mismo, pero en tiempo record, y es capaz de montar entre nueve o diez amigos una charanga “ilegal” (inciso aquí para recordar las sabias palabras del maestro Téllez: no hay personas ilegales, gracias) donde sacar punta a la actualidad y, echándole valor y desparpajo, montarse un carnaval de antología. Porque de eso se trata: de vivir la fiesta desde el corazón de la fiesta, desde la calle, y hay que tener muchas ganas de pasárselo bien para arrinconar los temores y las tribulaciones de cada día, ponerse una careta, improvisarse un disfraz y mancharse la cara de colorete y salir a las esquinas, aunque llueva o estén las calles que de penita verlas, y cantar, cantar con gracia, sin gorgoritos, sin atrezzo, sin tramoyas, sin lirismos ni tropos, sin afinamientos, voces maltrechas que nunca fueron nada del otro mundo en ocasiones, con las chuletas todavía escritas en las mangas o en el bombo, la mujer tan partícipe como el hombre, y a veces (y eso todavía me admira más) con los niños de postulantes.
Les reconozco que en mi brevísimo pase a la gran final de la calle, hace ya tantos años que no sé si fue verdad o me lo estoy inventando, viví un carnaval diferente, más atrevido, más sencillo, más redondo en todos los aspectos. La risa por la risa, que se trata de eso. Todavía hoy me dan envidia cuando, desde al autobús o arrastrando los pies por la avenida de los muchos nombres, de invitado gorrón de la fiesta callejera que montan para que miremos, los veo dirigirse igual que yo al centro, con los disfraces ya estropeados y el cansancio en los ojos, y las gargantas hechas polvo, sacrificándose por el afán de divertirse y divertirnos. Ole, ole, y ole por los callejeros.
(Publicado en La Voz de Cádiz el 19-02-07)
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