Lo prometido es deuda. Ya les contaba por aquí hace un mes y pico que había empezado la lectura de Meanwhile, la biografía definitiva del gran Milton Caniff que escribe, desde el más profundo amor y el más profundo conocimiento, R.C. Harvey, y que publica Fantagraphics en los USA.
A riesgo de haberme lesionado para siempre la espalda, cada noche, desde entonces, ha sido el libro que me ha ayudado a dormir. O a desvelarme. Porque la lectura de semejante ladrillo es absorbente, apasionada. Más de una vez me he despertado a media noche para seguir leyendo lo que es, aparte de una exploración absoluta de la vida de Caniff, el libro que explora los cómics de prensa prácticamente desde su edad de oro, los años treinta, hasta su ocaso. No es casualidad, naturalmente, que ambos momentos tengan a Caniff como partícipe.
Es el libro definitivo sobre el tema. Cualquier otro libro que explore la biografía de cualquiera de nuestros autores clásicos tendrá como sombra este maravilloso estudio. Harvey no es objetivo, ni quiere serlo, pero el caudal de información y de reflexión que ofrece, a menudo de boca del propio Milton Caniff y su correspondencia, nos hace pasar por alto ese comprensible detallito. Harvey nos ofrece a un autor humano, comprometido, enamorado de su profesión hasta el último día (no abandonó el tablero de dibujo hasta pocos días antes de su muerte).
Repleto de anécdotas jugosísimas, en estas páginas Caniff aparece, sobre todo, como un grandísimo publicista. Es envidiable cómo se las ingeniaba para que sus personajes aparecieran en la prensa, en la radio, en la televisión cuando la televisión vino a poner en peligro su medio, recorriendo Estados Unidos con exposiciones sobre su obra magna Terry y los piratas, asistiendo a cuantos homenajes, paradas militares, desfiles o charlas fuera posible, e incluso publicitando sus tiras por medio de fotos de bellas aspirantes a starlette que posaban para él como si, en efecto, dibujara del natural y no recurriendo a su prodigiosa imaginación.
En el libro queda claro que nunca hubo un autor como Milton Caniff que fuera tan lejos dentro del mundo de la historieta, que llevara tan lejos a la historieta y la hiciera ser reconocida y admirada fuera del marco de las tiras de prensa. Caniff aprovechaba cualquier oportunidad para ensanchar el medio, para ganar nuevos periódicos que ofrecieran su trabajo, hasta convertirse en una figura de los medios de comunicación: varias veces portada de Time, hoy nos parece inconcebible que contara entre sus amigos a gente de Hollywood o de la política como Burguess Meredith (su vecino durante muchos años), John Wayne, William Holden (a quienes hizo aparecer en su Steve Canyon interpretándose a sí mismos), Ronald Reagan o Gerald Ford.
En el libro se nos ofrece a un Caniff que vive durante muchos años de las rentas de su trabajo. Y que vive muy bien, hasta el punto de haberse podido comprar un Rolls Royce (¿se imaginan ustedes a un dibujante de tebeos viajando en Rolls Royce?) después de haber llegado a la conclusión de que le salía más rentable que su costumbre de cambiar de cochazo cada dos años. Pero también se nos ofrece la triste imagen de los últimos años de Caniff, enfermo de mil enfermedades distintas, con una mujer enferma de Alzheimer que le sobreviviría apenas unas semanas, y que, cuando las tiras de Canyon fueron reduciendo su público, contaba con ellas como único medio de subsistencia.
Vemos cómo Caniff, enfermo de flebitis durante toda su vida, tenía que dibujar con un pie en alto, a riesgo de perder la pierna. Y cómo esa enfermedad, que se le detectó muy joven, le impidió participar en la Segunda Guerra Mundial. Es en ese momento, avergonzado porque es el único hombre en el barrio residencial donde vive, cuando nuestro autor decide participar en el esfuerzo bélico de la única manera que conoce: dibujando. Así, y como Terry ya participaba en la confrontación incluso antes de que ésta fuera oficial, decide crear tiras humorísticas de índole claramente provocativo y sexual para los soldados: Male Call, protagonizadas por la pizpireta Miss Lace (cuando la protagonista original Burma, tuvo que ser sustituida in extremis por problemas de copyright y las quejas de algún director de periódico).
La participación de Caniff en la guerra aumentó con multitud de diseños para escuadrillas, batallones, etc. Y la inclusión de personas reales, ligeramente camufladas, en las aventuras de Terry.
El libro quizá pasa por alto el giro ideológico de Caniff a partir de la posguerra, pero en cualquier caso queda claro que al abandonar Terry y embarcarse en la aventura de su nuevo personaje Steve Canyon ya estaba irremisiblemente atado a la maquinaria propagandística de las fuerzas aéreas norteamericanas. Es loable cómo, tras haber firmado un sustancioso contrato para iniciar el título nuevo, Caniff no escriba ni haga un solo boceto de su nuevo héroe, para no tener luego problemas con sus antiguos jefes, que podrían haberle acusado de haberle dedicado tiempo mientras estaba trabajando para ellos: entre el portentoso final de Terry y el no menos portentoso comienzo de Canyon, y embalado en un proceso imparable de promoción del nuevo personaje, Caniff prácticamente no tiene tiempo de dibujar ni plantear su tira. Con el handicap añadido de que, siendo una serie donde las dominicales y las tiras diarias se siguen, y donde las diarias no siempre son publicadas por todos los periódicos, Caniff debe tener preparadas cuatro o seis semanas de adelanto para los domingos... cuando no ha dibujado ni una sola tira antes. A esa presión y esa curiosa característica de su trabajo (primero hacía las dominicales, donde sucedían las cosas importantes, y luego hacía las diarias, donde completaba y desarrollaba los personajes), se debe la magistral presentación de Steve Canyon en su primera dominical, como ha sido estudiado por Umberto Eco.
Queda la duda, sin embargo, de si Caniff se sintió realmente a sus anchas con Steve Canyon, en tanto el personaje va dando tumbos y jamás parece establecerse en un solo empleo: de piloto freelance a, cuando llega el reenganche de la guerra de Corea, oficial de las fuerzas aéreas, y luego a agente especial, no parece que Caniff lograra encontrar nunca el rumbo necesario que tan bien había logrado con su Terry. Y es justo reconocer que, dado su estilo de trabajo, las tiras de Canyon pronto fueron dibujadas a lápiz por Dick Rockwell, el sobrino de Norman Rockwell, dedicándose sólo Caniff a las tintas. Rockwell estuvo a cargo de las tiras de Steve Canyon la friolera de 35 años, sin acreditar, y se encargó de dar fin a la serie tras la muerte de Caniff: sólo firmó la tira de cierre, dedicada al maestro.
Por lo demás, el libro se vuelve adecuadamente melancólico en su último centenar de páginas, no sólo porque describe la época de la muerte de gigantes (Foster, Capp, Sickles), sino porque retrata la muerte de las tiras de prensa y las tiras de aventuras para la prensa, atacadas implacablemente por la televisión, donde los anunciantes prefieren publicitar sus productos, y por la reducción inmisericorde de la extensión de sus aventuras y del tamaño de publicación, lo que lleva a una simplicidad absurda en los guiones y un recorte drástico en el detallismo de los dibujos y la extensión de los diálogos. Cabreado y frustrado con estas nuevas imposiciones, Al Capp llegó a dibujar sus últimas tiras de Lil Abner solamente con cabezas parlantes de los personajes.
El libro no elude los años amargos de Caniff, cuando el público lector le da la espalda por su aparente apoyo a la guerra de Vietnam. Caniff no llegó a comprender que la Segunda Guerra Mundial había unido al pueblo americano y ésta incursión en el sudeste asiático lo dividió. Pero queda claro que nuestro autor siguió siendo un liberal durante buena parte de su vida, y su defensa de la libertad de expresión, la libertad artística y su negativa a la censura durante la Caza de brujas es encomiable.
Lástima que Meanwhile (que, pese a la explicación de su título, yo traduciría por "Continuará") nunca vaya a publicarse por aquí. El autor más importante de historietas de la historia, ay, ya es historia en su país. Y en el nuestro ni siquiera tiene importancia.
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