Ando traduciendo el quinto volumen de Príncipe Valiente (con más lentitud de la que me gustaría, porque estoy metido en demasiadas cosas a la vez), y como siempre, aunque me sé de memoria las aventuras del príncipe vikingo, me sorprende como si las viera por vez primera.
Val y Aleta, en la traducción, acaban de llegar a Camelot después de casarse en la Italia saqueada por los vándalos. Unas páginas antes, han recorrido el desierto y han tenido una historia de amor maravillosa de la que hablaré, espero, en el artículo de acompañamiento del volumen.
Lo que me fascina de todo esto es cómo Foster, que ya debía pasar la cincuentena, cuenta la historia de amor como si fuera uno de los enamorados él mismo, llenándola de pasión, dejando a Val en segundo plano y jugando con el argumento para que todos acabemos irremediablemente enamorados de Aleta. Y me fascina que sea tan inteligente como para, constreñido porque la página entera del periódico se le reduce y tiene que sacarse de la manga el anodino Castillo Medieval, sea capaz de hacer avanzar, y mucho, el argumento y potenciar cliffhangers cuando la serie princpal se reduce a seis viñetas, en ocasiones a cinco (¡y hasta a tres!). En este periodo, Príncipe Valiente-la-dominical funciona casi como dos tiras diarias pegadas... y no se nota nada. Y la historia avanza. Y las emociones fluyen. Y los personajes se definen. Y la tensión aumenta. Y la pasión desborda.
Y mientras lo estoy traduciendo voy alucinando con la manera en que Foster va desgranando esa locura de Val y esa paciencia enamorada de Aleta. Y comprendo que la gracia está en el equilibrio perfecto entre la acción dibujada y la acción narrada, en cómo se complementa el texto con la imagen, cómo los personajes se definen por sus gestos (Foster, cada vez más, se convierte en un magnífico director de actores) y cómo se redondea su psicología con las pinceladas escritas.
Para otro tipo de historias, la no utilización de bocadillos lastra la acción (pasó en Flash Gordon y Jungle Jim, por ejemplo, cuando Raymond decidió seguir la técnica). Sin embargo, aquí demuestra que es la fusión perfecta, un estilo que no puede entenderse de otra forma, una historia que no se puede contar de otra manera: usar bocadillos y prescindir de la narración al pie requeriría una velocidad y tal número de viñetas que posiblemente Val y Aleta estarían todavía perdidos en el desierto; escribir directamente una novela prescindiría de los hermosos dibujos, de las lecciones de composición, de luz y anatomía, del juego escénico y la gestualidad de los personajes.
Y, por supuesto, esa simbiosis de texto y dibujo ha dado, como nunca antes y pocas veces después, la riqueza que tiene Prince Valiant y no tienen otras historietas: la psicología de los personajes. Donde los tebeos recurren al arquetipo, Foster crea personajes individualizados, incluso aquellos que sólo van a aparecer en pocas páginas.
Lo cual nos viene a demostrar, una vez más, que Foster no se equivocó cuando decidió contar lo que quería contar de la forma que quiso contarlo, porque era la única manera en que esa historia que quería contar podía ser contada.
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