Indiana Jones es, desde hace casi treinta años, no sólo un referente del cine de aventuras. Es también, como su padre James Bond, un género en sí mismo, donde la acción trepidante, las persecuciones, peleas, misterios y cachivaches de civilizaciones antiguas tienen tanto peso como los referentes cinematográficos, los diálogos jocosos o la sublime música de John Williams.
Dicho lo cual, ver hoy una película de Indiana Jones viene a ser exactamente lo que esperamos que sea: sumergirnos durante dos horas demasiado cortas en ese mundo de casualidades y requiebros, donde todo sale bien aunque no a la primera, y donde el humor primario se funde con una puesta en escena como sólo es capaz de presentar el primero de la clase, ese que siempre trae los deberes hechos. Buscar otra cosa, pretender otro estilo, incluso tratar de recuperar la sorpresa primera de encontrar al arqueólogo y su mundo privado es tan absurdo como tratar de revivir el primer beso o experimentar la misma emoción que cuando descubrimos que la letra i era ese palito que tenía un puntito encima.
No defrauda, pues, Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal, porque es un producto hecho desde el cariño y desde el profundo respeto, tanto al personaje y lo que el personaje implica como a los que son sus seguidores en todo el mundo desde hace mucho tiempo. En alguna ocasión se dijo que el cine era el tren eléctrico más caro del mundo, y ya Spielberg se dio el gustazo de exprimir ese juguete a gusto con las tres primeras películas de la saga. La recupera ahora, haciéndola avanzar en el tiempo, pero los referentes nostálgicos no abundan, aunque sí un par de veces nos hacen añorar no sólo al amigo tanto tiempo perdido, sino a esas historias que no nos han querido o no nos han sabido contar cuando habrían debido hacerlo.
Así, desde un divertido e increíble prólogo donde Indy demuestra (en una bellísima imagen, dicho sea de paso) que está aquí para sobrevivir literalmente a la edad nuclear, al inevitable paseo por la facultad donde trabaja "de vez en cuando" (part-time en la versión original), esta nueva aventura nos lleva a nuestro héroe y al jovencito Mutt Williams (un Shia LaBeouf que no es nada cargante, por cierto) tras la pista de El Dorado y la cuna de Orellana. Es, con diferencia, la más "arqueológica" de las cuatro películas, y con mucha inteligencia todos son conscientes de que el tiempo ha pasado: Indy es referido casi todo el tiempo como "Henry", "Henry Jones Junior" o simplemente "Jonesy", en chiste con segundas que quizá no pilla todo el mundo.
Hay un par de bellos homenajes a Denhom Elliot y su personaje, un par de referencias menos sentidas a Sean Connery, y no tantas alusiones a la trilogía como daban a entender los avances. Es de quitarse el sombrero que, con toda la información que nos han ido dando desde que empezó el rodaje, hayan sido capaces de equivocarnos con el personaje del grandísimo John Hurt, aquí convertido en trasunto del Ben Gunn de La isla del tesoro, un arqueólogo algo mochales que quizá, en algún borrador previo, habría sido el propio Henry Jones Senior.
Hay bichos, como es obligado. Hay trampas. Hay explosiones y exageraciones y diálogos divertidos y la declaración de amor más hermosa que se ha hecho en el cine desde hace mucho tiempo. Hay buena química entre Indy y Mutt, y sigue notándose esa chispa entre Indy y Marion Ravenwood. Brillan maravillosos los ojos de Irina Spalko y las alusiones cinematográficas siguen siendo una delicia: ahí está el rock and roll, los soda fountains de American Grafitti, los jets y los sharks, la entrada en acción de Mutt disfrazado de Marlon Brando en El Salvaje; ahí está el chiste cruel con la familia nuclear, y la desaforada supervivencia a una explosión nuclear con una jaula de Faraday improvisada; ahí están los hombres de negro, y las alusiones a Von Däniken que ya se apuntaban en En busca del Arca Perdida; ahí está explicada en dos pinceladas certeras la América de los años cincuenta y su aplicación casi literal a la América que vivimos y soportamos hoy; y ahí está Indiana Jones como sólo sabe estar Indiana Jones, más cansado, más viejo, más profesor y un poquito más pedante que de costumbre, alocado como de costumbre pero, pásmense, más respetuoso con lo que saquea, en tanto que gran parte del último tramo de la película es el intento de devolver la calavera de cristal a su lugar de origen, cosa que Indy hace sin ningún remordimiento. El final de Irina, claro, remite al final de Belloc en El Arca Perdida y plantea, desde el cientifismo opuesto a la teología, la misma imposibilidad del ser humano de comprender lo absoluto.
Del metal en la pólvora que vuela como polvo de hada hasta el cajón oculto nada menos que en el Área 51, a la soledad de un Indy que se dobla perfectamente la camisa antes de meterla en la maleta (cuando antes la tiraba como si tal cosa), la película recuerda en su penúltimo decorado a La Búsqueda 2 (a fin de cuentas, su segundo hijo cinematográfico de más éxito), mientras que el escenario con los trece esqueletos de cristal sentados en redondo recuerda a los comics de Thorgal. No deja de ser una curiosa "coincidencia" que el hijo comiquero mejor logrado de Indiana Jones, Martin Mystère tuviera en su primera aventura a estas mismas calaveras de cristal que Indy recupera ahora.
La película sigue teniendo, como las anteriores, ese tufillo a serie B donde pasan tantas cosas y tan sin ton ni son que uno no tiene tiempo ni a ponerles pegas ni a justificarlas. La música de John Williams recupera momentos cumbre de sus anteriores bandas sonoras y es capaz de transmitir ese sonido extraterrestre que ya había desplegado con tanta maestría en su E.T.(no, no serán ustedes los únicos que vean cierto parecido entre los dedos de los alienígenas y los del cabezón amigo de Elliot).
Se reconoce el pasado del joven Indy en su serie televisiva (la alusión al episodio de Pancho Villa es impagable), sabemos ahora que la relación entre Indy y Marion continuó más allá de 1936, y nos ponen la miel en los labios cuando comentan (un general llamado Ross en un sitio de pruebas nucleares, nada menos) que Indy actuó como espía en la Segunda Guerra Mundial, incluso haciendo de doble agente en Berlín con Mac (Ray Winstone), como retándonos a pedir que nos narren algún día todas esas peripecias. En ese tira y afloja, y a pesar de todo, Harrison Ford se empeña en demostrar a la perfección que él es Indiana Jones, y ahí está esa escena final para recalcarlo. El hiato entre La Última Cruzada y esta película todavía tendrá que seguir sin ser rellenado, y ay del actor que intente calzarse su sombrero.
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